chino, por eso también me acuerdo. Y porque me dijo que no necesitaba, y me sonrió, aunque
a las claras se veía que sí necesitaba.
Hoy la abrazó a Mar, - y ella se dejó abrazar-, de ese modo en que lo hacemos los humanos
cuando necesitamos el contacto de un animal noble a quien aferrarnos en medio de alguna
noche. Le pregunté si necesitaba algo y me miró a los ojos mientras volvía a decirme que no.
Sus ojos eran buenos. Estoy empezando a practicar en módicas dosis algunos deportes de riesgo
como confiar en ciertas percepciones sin abandonarme ciegamente a ellas ni cometer bondades
imprudentes.
Seguí camino. La noche por aquí está nublada, y por un minuto dudé de continuar caminando
hacia la esquina indicada, pero me dije que, si ya había empezado, debía seguir unos pasos más,
que tal vez la inutilidad de hacerlo no fuera tal... Y en eso estaba cuando al mirar para arriba
ella apareció: sí, la luna eclipsada, brillante y blanca, refulgente e incompleta como es propio
en estos casos. Me emocionó verla. Y en sólo dos segundos volvieron a taparla las nubes.
Estaban en movimiento las nubes. Era una bruma oscura pero móvil. Empecé a pedirle cosas
como si fuera una santa y de pronto me dije que era hora de parar con los intencionamientos y
esas cuestiones, que están muy bien pero hoy no, en este momento no; sólo quiero mirarla y
celebrar que esté ahí en el cielo, quizás la única cosa bella que hoy nos iguale en el mundo
entero: una hermosa luna eclipsada para todos los mortales que transiten la noche en algún lugar
del planeta tierra.
Apareció y desapareció unas tres veces más ante mis ojos, porque los de Mar estaban distraídos
en otras cosas.
Volvimos caminando. Le regalé un alfajor al señor; no sé si lo comió porque estaba hablando
solo cuando se lo di, lo cual no impidió que acariciara y abrazara nuevamente a Mar antes de
que siguiéramos el camino hacia casa. Pensé que yo tampoco había querido pedirle algo a la
luna.
La foto se la debo. A la luna, digo. Está en mi corazón.