Siempre me han dicho que soy muy expresiva, y a veces también lo considero, sin embargo hay
un aspecto de mi saturado de silencios, esos gritos y secretos que le he arrebatado a la Diana
que habla se han encausado por una vía inesperada, pero tal vez anhelada.
La forma en que el documento "Deja de llorar y habla: existencia, vulnerabilidad y delegación"
de Luis Fernando Cardona me ha interpelado es filosa, ya que ha atinado en una parte grande
de mi historia: la enfermedad; el documento expresa que la enfermedad es una forma de
alteridad, o mejor, de la búsqueda inconsciente por solucionar la soledad del dolor enclaustrado
en el cuerpo, o eso entendí. En efecto, antes de que apareciera la alopecia areata, más o menos
a mis seis años, yo deseé tener una enfermedad que alarmara a mis papás para que fueran más
atentos, porque necesitaba sentirme más protegida; paradójicamente, la enfermedad fue el
camino en el constaté cuán sola estaba y así poder darle sentido a la aparición de ese deseo
infantil. Cada miembro de mi familia reaccionó ante mi dolor con las herramientas emocionales
que tuvo a la mano, las que, en su momento, se dibujaron como la mejor alternativa para mí,
con su mejor intención.
Mi mamá fue pragmática, me llevó a muchos médicos, gastó mucho dinero, me quiso comprar
pelucas, pero a ella nunca le pude mostrar la magnitud de mi dolor, porque siempre la vi cargada
con mis problemas.
Mi papá por su parte, le apostó a minimizar lo que yo estaba viviendo, de niña me ponía crema
de dientes en las lesiones y era renuente a llevarme al médico e indagar más en la enfermedad,
cuando en la adolescencia me quedé calva, prácticamente apeló al decir popular de que "sólo
era pelo" y me tildaba de exagerada por sufrir por eso (años después supe que él lloraba
contándole a sus amigos lo que me estaba pasando).
Mi hermana se dedicó a "ayudarme a aceptar la realidad", señalando con crudeza lo inevitable,
era una adolescente calva y lo mejor que podía hacer era acostumbrarme a vivir así, a pesar de
que ella era otra adolescente muy centrada en su propio físico.
En el único de mi núcleo familiar en quién encontré la empatía suficiente para dar un salto al
vacío y vivir mi condición, fue en mi hermano, que en ese momento tenía 5 años, el día que
corté mi último mechón de cabello él se desbordó y juró matar a patadas a todo aquel que se
atreviera a burlarse de mí.
Con esa escuela de conexión llegué a los 14 años a un colegio nuevo, ya sin pelo me escondía
debajo de un gorrito pescador gris que solo me quitaba cuando estaba sola y no había espejos
cerca, también me encubría con una actitud desafiante y distante, le tenía miedo a las personas
y por eso elegí que se alejaran de mí. Hasta un día en que nos llevaron a hacer una visita
pedagógica a la cárcel del pueblo, allí nos separaron entre hombres y mujeres, nos requisaron,
y llegó un momento en el que un guardia me dijo que debía quitarme mi gorrito, por que era
parte del protocolo. Yo le supliqué que por favor no me obligara, me sentí vulnerada, desnuda,
tenía mucho miedo; mis compañeras de salón se estremecieron ante mi estado, le pidieron al
guardia que por favor omitiera ese paso conmigo, pero él dijo que no se podía. Entonces ellas
empezaron a llorar conmigo, me abrazaron, me rodearon y me dijeron: tranquila, nosotras te
cubrimos.