Elena Bossi
LA PESTE
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LA PESTE
Elena Bossi
Durante las semanas siguientes, se contagiaron muchos con la misma enfermedad de la señora
Johnston. Varias de nuestras compañeras se hallaban, igual que los marineros y soldados,
tiradas sobre camastros mugrientos o en el suelo chorreado de la bodega. Herminia estaba
muy mal y me conmovió que Virginia la aliviara con palabras sabias que nunca pensé
escuchar en boca de alguien de mi edad. La señora Hersche, a pesar de ser muy mayor, no
parecía temer a la muerte y repetía sin cesar palabras de consuelo que deshacían los lazos de
mi cansancio.
Los enfermos vomitaban a pesar de que casi no comían y se quejaban de dolores en sus
vientres hinchados, tenían fiebres y respiraban con dificultad. Algunos hombres y mujeres
mostraban un ardor sorprendente en las prácticas religiosas y se los veía rezando con
devoción; pero también estaban los que se burlaban de aquel impulso con el peor lenguaje y
no sentían miedo de blasfemar ni de hablar como ateos, burlándose de que el oficial Minchin
llamara a la peste un castigo que venía de la mano de Dios. La señora Somerville, después de
dar gracias por no haberse enfermado, elevó una plegaria para que Dios perdonara, abriera los
ojos y humillara de un modo enérgico a aquellos que habían hablado como si Dios no tuviera
nada que ver con aquel azote y como si fuese argumento de fanáticos carentes de sentido y de
razón invocar al Señor a la vista de los cadáveres. Aseguraba ella que de ese modo cumplía
con su deber, rogando por los que tan mal nos trataban sin guardar ningún rencor a los
ultrajadores. Recomendaba distinguir entre el verdadero perdón y el propio resentimiento.
Desde las baterías donde se alojaban los enfermos que desvariaban con los ojos hundidos y
las bocas secas, llegaba el olor. Quienes no nos habíamos enfermado, nos afanábamos por
atender al resto y limpiar los excrementos, la sangre y los humores infectados para que el mal
no se esparciera. No dábamos abasto en asistirlos y ofrecerles de beber ni teníamos agua
suficiente a bordo. Por lo demás, aquella agua no estaba toda en buenas condiciones y es
probable que fuera una de las causas de la peste.
En los enormes barriles, el agua para beber se descomponía con rapidez. Corría, al principio,
mucho alcohol y el capitán ordenó que las raciones fueran generosas de manera que los
galones de cerveza, las pintas de vino y de brandy no se mezquinaban. Robábamos lo que
podíamos y lo repartíamos entre todas nuestras compañeras. Nadie imaginó que también
pudiéramos estar implicadas en el robo de armas porque éramos mujeres.
María Clara, la señora More y Lucila entregaban bebidas para dejar a algún marino en estado
de embriaguez y obtener un beneficio para nosotras. Después de más de un mes de
navegación, dejamos de tener ese consuelo y el contador cerró bajo llave los barriles de
bebidas que quedaban.
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La señora Johnston falleció con su bello rostro surcado de arrugas. Beatriz me ayudaba a
cuidar al bebé que estaba también muy enfermo. La muerte de la señora y la enfermedad del
niño afectaron en profundidad al señor Johnston que constantemente reñía, en especial con
María Clara y Jorge Hall que le advirtieron varias veces de la enfermedad de ambos pues
temían que el pequeño Alejandro pudiera contagiar su infección a los demás niños y los
señores Hall viajaban con los suyos a bordo.
Sara consiguió quién sabe a qué costo limones que ayudaron a restablecer la salud de las
chicas; aunque las fiebres persistían en Herminia.
La Sra. Gloria More dijo que la enfermedad era debida a la humedad que nos rodeaba y que
debíamos hacer lo posible por mantenernos secas y rezar para purificarnos el alma.
El olor era igual de fétido en la entrecubierta y el castillo. Decían que los hombres arrojaban
estos soplos impuros, los miasmas; y también nosotras con nuestros períodos y que así
ensanchábamos la sombra de la muerte.
Lavábamos todo el día las prendas sucias de los enfermos. Mientras fregaba, me olvidaba de
para soportar el olor penetrante de la inmundicia. Las manos me dolían a causa del agua
salada en las lastimaduras que no acababan de cerrarse.
Mis ropas estaban hechas jirones, deshechas. Ignoraba cuánto más podríamos soportar en
aquel estado.
Clara era buena conmigo, me aconsejaba y me resguardaba, me instaba a soportar. Decía que
nos salvaríamos, que me fortaleciera y resistiera porque todo iba a salir bien.
Gloria aconsejaba que comiéramos solo cosas almibaradas si las veíamos, pues el azúcar nos
protegería, que tomáramos de las conservas en frascos de vidrio, que de lo contrario era
preferible sentir hambre.
Cuando murió Alejandro, su cuerpito fue envuelto dentro de una vela cosida y arrojado al
fondo del mar junto con mi aliento.
El oficial Howe hizo las veces de capellán, derramaba muchas lágrimas, trataba de decir unas
palabras de consuelo y despedida; pero solo logró balbucear incoherencias hasta que el
silencio se impuso por su propio peso y tuve la impresión de que el más mínimo ruido,
cualquier otra palabra, hubiera provocado un hundimiento.
Tanto Clara como la señora Gloria se reunían, burlando la vigilancia, con los dos soldados
franceses, José Delis y Nicolás Thierry. Yo pensaba que ellos cuatro hablaban sobre cómo
resolver los problemas, porque me daban instrucciones acerca del agua que bebíamos la cual
tratábamos de filtrar para que los gusanos quedaran atrapados; pero hasta las carnes disecadas
estaban llenas. La señora Gloria More echaba al agua, pequeños chorros de vinagre -que
Lucila y yo robábamos de la cocina- para purificarla. Quedaba poco vinagre porque lo
solíamos usar para evitar los embarazos.
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Jamás logré conocer en profundidad a la señora More. Cuidaba de todos con una especie de
fortaleza que, estoy segura, provenía desde un lugar misterioso al que acudía en sus rezos.
Gloria me hacía sentir protegida por un poder mágico. Obedecía sus órdenes sin objetar ni
preguntar nada, segura de que eso era lo que debía hacerse; no me importaba si sus palabras o
gestos tenían o no sentido para mí, si su fuerza provenía de Dios o del Demonio: yo sorbía
limón, introducía vinagre en mi vagina, rezaba, escupía, sujetaba a alguien por la frente o
soplaba sobre la nariz de una enferma.
Cuando se acostaba con el contador, Marta, -una mujer cuya mirada dulce disimulaba un
carácter vivaz y enérgico-, conseguía un poco de vino o aguardiente, aunque esta era de la
peor calidad y nos hacía arder los estómagos dejándonos con más sed que antes.
¨(…)
Al llegar a cubierta, el viento ya no soplaba y una lluvia persistente nos cayó encima.
Permanecí quieta, sorprendida por el agua y por un extraño movimiento sobre nuestras
cabezas. Unos pocos marinos se hallaban subidos a las vergas. Supuse que la tormenta los
había sorprendido allá arriba enrollando las velas, cuando vi al gaviero con la pierna atrapada
entre una verga rota con la vela recogida y el palo mayor que formaban una especie de prensa
gigante. Desde la cubierta, otros marinos maniobraron para liberarlo hasta que lograron
bracear la verga en sentido contrario. El gaviero intentaba descender a cubierta con la pierna
colgante, sujeta apenas por una tira de grasa, que se enredada entre los aparejos. Lo vi trepar
de nuevo y desenredar su pierna. Silvia continuaba gritando furiosa que ya la habían separado
de su hermano al llevarlos a la cárcel y que ahora no podía dejar que la separaran de Black;
que su hermano había muerto y nada le quedaba en el mundo sino su amante. El gaviero pasó
a nuestro lado arrastrando esa pierna y varios compañeros lo cargaron hacia la enfermería.
Uno de los oficiales, ya no recuerdo cuál, me indicó que fuera al interior, pero la sola idea de
regresar a aquella enfermería mal iluminada y llena de sierras y cuchillos me paralizó.
Permanecí mucho tiempo bajo la lluvia, sin saber qué hacía hasta que el oficial me sacudió y
me mandó abajo a ayudar. Tuve la sensación de repasar aquellos círculos del infierno de los
que hablaban los libros y el reverendo Guillermo, pues durante el poco tiempo que había
pasado en la cabina del señor Black, entre los puentes, me había distraído del pesar de mis
compañeras que seguían enfermas.
Me acerqué a Juana que se veía exangüe. Hacía días que apenas comía y la diarrea no cesaba
a pesar de que ya casi no podía ni beber. Su boca y sus rpados estaban muy pálidos. El más
breve movimiento con el que intentaba abrazar a su niño la fatigaba tanto que caía rendida en
cortos sueños. Ana levantó al niño para acunarlo y vi un leve estertor en el cuerpo de Juana
que no volvió a moverse. En momentos como aquellos, sentía que me remontaba por encima
de mis bajezas y mezquindades y volaba con mi mente a través de la reflexión más honda
sobre el destino del hombre y la muerte; pero casi todo el tiempo, solo era capaz de percibir
mi fragilidad de convicciones. Nunca terminaba de aprender. Jamás sabía nada porque
bastaba que llegara a una conclusión para que algún suceso me hiciera entender que las cosas
podían ser diferentes. Quizás no había que concluir nada, sino estar dispuestas a cambiar de
idea.
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De niña, solíamos jugar a la ronda y cantar “Juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”.
Qué maravillosa era la vida cuando el lobo no estaba, ese lobo que me perseguía detrás de
cada rincón oscuro del barco, que se ocultaba en mi garganta aullando. La garganta que
atrapaba la voz para no convertirla en enemiga.
El cuerpo de Juana fue arrojado sin estar envuelto ni cocido en telas; nosotras la acomodamos
con sus pobres prendas lo mejor que pudimos. Lucila ató a la muñeca de nuestra amiga, un
pañuelito bordado que conservaba como recuerdo de su madre. Creo que necesitábamos
acompañarla en ese viaje, queríamos mantenerla cerca.
Elena Bossi
Escribe narrativa, ensayo, teatro y cine.
Su novela breve Otro lugar (Grupo Editorial Sur, 2016) recibió el Premio Eduardo Mallea de
la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Publicó entre otras obras, los ensayos: Los
otros (UNL, 2011), Leer poesía, leer la muerte, (Beatriz Viterbo, Premio Fondo Nacional de
las Artes, 2000) y El teatro grotesco (UNJu, 1998); las novelas: Las damas del Motín y Nino
Cae (GES, 2017 y 2016; Amigas (en colaboración con Penélope Todd, Rosa Mira Books,
Nueva Zelanda, 2010); y la biología fantástica: Seres Mágicos que habitan en la Argentina
(Varias ediciones).
Fue becaria residente del Programa Internacional de Escritores en la Universidad de Iowa,
USA, 2007; de la Fundación Valparaíso para artistas, Almería, España, 2012 y de la
fundación Heinrich & Jane Ledig-Rowohlt en el Chateau de Lavigny, Suiza, 2015.
Entre sus obras de teatro estrenadas se encuentran: Papá; En los brazos de Alfredo Alcón
(2008); Bailemos sobre las cenizas, Hamlet (2017); Swift (2020) y Lavanderas (2021).
En 2019 fue rodado el telefilm Siervo ajeno cuyo guion ganó un concurso del Incaa. El film
fue dirigido por Blas Moreau, producido por Hernán Virues y protagonizado por Germán de
Silva, María del Carmen Echenique, Silvia Gallegos.
"La peste" es un fragmento de la novela Las damas del motín. Grupo Editorial Sur, Buenos
Aires, 2017.
Fotógrafa: Sophie Kandaouroff