
Elena Bossi
LA PESTE
Jamás logré conocer en profundidad a la señora More. Cuidaba de todos con una especie de
fortaleza que, estoy segura, provenía desde un lugar misterioso al que acudía en sus rezos.
Gloria me hacía sentir protegida por un poder mágico. Obedecía sus órdenes sin objetar ni
preguntar nada, segura de que eso era lo que debía hacerse; no me importaba si sus palabras o
gestos tenían o no sentido para mí, si su fuerza provenía de Dios o del Demonio: yo sorbía
limón, introducía vinagre en mi vagina, rezaba, escupía, sujetaba a alguien por la frente o
soplaba sobre la nariz de una enferma.
Cuando se acostaba con el contador, Marta, -una mujer cuya mirada dulce disimulaba un
carácter vivaz y enérgico-, conseguía un poco de vino o aguardiente, aunque esta era de la
peor calidad y nos hacía arder los estómagos dejándonos con más sed que antes.
¨(…)
Al llegar a cubierta, el viento ya no soplaba y una lluvia persistente nos cayó encima.
Permanecí quieta, sorprendida por el agua y por un extraño movimiento sobre nuestras
cabezas. Unos pocos marinos se hallaban subidos a las vergas. Supuse que la tormenta los
había sorprendido allá arriba enrollando las velas, cuando vi al gaviero con la pierna atrapada
entre una verga rota con la vela recogida y el palo mayor que formaban una especie de prensa
gigante. Desde la cubierta, otros marinos maniobraron para liberarlo hasta que lograron
bracear la verga en sentido contrario. El gaviero intentaba descender a cubierta con la pierna
colgante, sujeta apenas por una tira de grasa, que se enredada entre los aparejos. Lo vi trepar
de nuevo y desenredar su pierna. Silvia continuaba gritando furiosa que ya la habían separado
de su hermano al llevarlos a la cárcel y que ahora no podía dejar que la separaran de Black;
que su hermano había muerto y nada le quedaba en el mundo sino su amante. El gaviero pasó
a nuestro lado arrastrando esa pierna y varios compañeros lo cargaron hacia la enfermería.
Uno de los oficiales, ya no recuerdo cuál, me indicó que fuera al interior, pero la sola idea de
regresar a aquella enfermería mal iluminada y llena de sierras y cuchillos me paralizó.
Permanecí mucho tiempo bajo la lluvia, sin saber qué hacía hasta que el oficial me sacudió y
me mandó abajo a ayudar. Tuve la sensación de repasar aquellos círculos del infierno de los
que hablaban los libros y el reverendo Guillermo, pues durante el poco tiempo que había
pasado en la cabina del señor Black, entre los puentes, me había distraído del pesar de mis
compañeras que seguían enfermas.
Me acerqué a Juana que se veía exangüe. Hacía días que apenas comía y la diarrea no cesaba
a pesar de que ya casi no podía ni beber. Su boca y sus párpados estaban muy pálidos. El más
breve movimiento con el que intentaba abrazar a su niño la fatigaba tanto que caía rendida en
cortos sueños. Ana levantó al niño para acunarlo y vi un leve estertor en el cuerpo de Juana
que no volvió a moverse. En momentos como aquellos, sentía que me remontaba por encima
de mis bajezas y mezquindades y volaba con mi mente a través de la reflexión más honda
sobre el destino del hombre y la muerte; pero casi todo el tiempo, solo era capaz de percibir
mi fragilidad de convicciones. Nunca terminaba de aprender. Jamás sabía nada porque
bastaba que llegara a una conclusión para que algún suceso me hiciera entender que las cosas
podían ser diferentes. Quizás no había que concluir nada, sino estar dispuestas a cambiar de
idea.