los católicos se sumaron protestantes de distintas ramas, judíos, crisitianos ortodoxos y a
ellos, los que a su vez introdujeron como contrapartida prácticas seculares como masones y
espíritas. Los registros oficiales no dejaron de dar cuenta de tal diversidad, observable sobre
todo en aquellas poblaciones que se perfilaban con un fuerte desarrollo urbano, como el caso
de Rafaela. El censo local realizado en 1912 dio cuenta que de las 8242 personas que allí
vivían, 3564 (43 %) eran extranjeros de 16 nacionalidades diferentes, que en materia de cultos
se practicaban cinco religiones (católicos, protestantes, ortodoxos, mahometanos, israelitas),
mientras que 676 (8%) por su parte se declaraban librepensadores (Primer Censo del Pueblo
de Rafaela, 1912). En otros casos locales la manifiesta predominancia de algún grupo en
particular, en una geografía donde el elemento italiano primaba, hacía las veces de un enclave
étnico, como la presencia de suizos valesanos al sur oeste de Rafaela en lo que luego sería
Villa San José, o el caso de las colonias judías más al norte, en el departamento San Cristóbal.
Mientras en las explotaciones rurales, conocidas regionalmente como chacras, los colonos y
su grupo familiar asumieron el rol de principales actores, en los pueblos la diversificación
propia de actividades dio protagonismo a comerciantes, artesanos, pequeños industriales,
algunos profesionales, administrativos, a los que hay que sumar hombres y mujeres que se
fueron incorporando con los más variados oficios y emprendimientos.
Alejados de los pueblos que iban tomando forma, tal como recomendaba el pensamiento
higienista, en las zonas rurales aparecieron los espacios que se hicieron necesarios para
contener a la muerte, los cementerios. No sólo vinieron a resolver un problema práctico e
higiénico, dar sepultura a los muertos y evitar focos infecciosos, sino que además cumplieron
una función social y simbólica muy particular. Como refugios de las memorias que allí
encontrarían cabida a través de toda una serie de elementos artefactuales, que van de la simple
sepultura a los grandes panteones, así como las inscripciones epigráficas en lápidas y placas,
acompañadas generalmente del retrato fotográfico, fueron condensando las marcas que estos
grupos deseaban dejar para la posteridad. Actuaron por lo tanto como lugares para la
memoria, para ser visitados, recorridos, para meditar y al mismo tiempo para tratar de
bloquear el olvido, inmortalizando a la muerte allí contenida (Imfeld, 2000).
Estos espacios documentan socialmente las diversas representaciones que para nuestro interés
los migrantes y sus descendientes expresaron sobre la muerte y sus significados en contextos
específicos. Concentraremos la mirada en dos casos de cementerios ubicados en el
departamento Castellanos (provincia de Santa Fe) a corta distancia uno del otro donde
podemos observar y leer situacionalmente a través de distintas marcas sepulcrales la voluntad
por dejar la perennidad del recuerdo tanto a nivel comunitario como familiar. Nos referimos al
cementerio de Villa San José, colonia formada por suizos procedentes del Alto Valais y a su
vecino, el de Saguier (imagen 3 A-B) donde junto a la presencia mayoritaria de familias
piamontesas, un grupo de daneses dejó su impronta. Trataremos de identificar e interpretar
estas marcas y a sus promotores para comprender cómo se busca la legitimación social de los
sujetos migrantes en un proceso de reconfiguración identitaria al tiempo que terminan
formando parte de un patrimonio de proximidad, modesto si se quiere, en el sentido de que no